¡Bienvenidos!

Imágenes, anécdotas y un poco de historia para elegir un pueblo donde ir

miércoles, 2 de junio de 2010

El perro rengo

Estábamos disfrutando de la visita al Museo Ricardo Güiraldes, de San Antonio de Areco. Hacía mucho frío y, en el campo, cuando hace frío hace frío. Pero no había ni una nube en el cielo, estaba soleado y el solcito invernal, lejano, chiquito, igual nos acariciaba con su tibieza.



Habíamos formado un pequeño grupo. Nos disponíamos a llegar caminando desde La Blanqueada hasta el Puente Viejo que está sobre el río Areco.



Faltaban unos doscientos metros para llegar cuando una de las integrantes del grupo, a la que le fascinan los animales, divisó a dos perros que estaban a unos ciento cincuenta metros. Dio la voz de alerta para que viéramos su descubrimiento, como si hubiese sido el marinero de Colón que divisó tierra. Así las cosas dirijimos nuestras miradas hacia esos dos amigos del hombre o lobos venidos a menos, como les dice un amigo. Uno estaba echado, durmiendo plácidamente y dejando que el sol le diera la tibieza que necesitaba para continuar su descanso. El otro nos vio y comenzó a moverse de una manera extraña, como si hubiese deseado venir a nuestro encuentro. Era un mestizo de algo con ovejero alemán. Como se acercaba lentamente y con mucha dificultad, dando muestras de que su propósito le demandaba un tremendo esfuerzo, comencé a prestarle atención únicamente a él.

Parecía no poder levantar el tren trasero, por lo cual arrastraba con sus patas delanteras todo el resto del cuerpo, que descansaba sobre sus posaderas. Intenté una explicación para tal fenómeno y lo primero que se me ocurrió fue que le podían haber dado un palazo en el lomo y que por eso estaba parapléjico (paralítico desde la cintura para abajo).

"¡Cuidado!", les dije a dos de los miembros del grupo que se acercaban alegremente al perro rengo, así llamado por desconocer absolutamente su nombre, "puede morder si lo acarician justo donde le duele". En realidad, no me hicieron mucho caso, por lo que clavé mi vista en el perro rengo, por cualquier tipo de reacción agresiva que pudiera tener.

Ya nos encontrábamos a unos veinte metros del perro rengo y le podíamos ver una expresión que no concordaba con la enorme dificultad que tenía para caminar. Pensé que se había acostumbrado a su desgracia, que igual podía disfrutar de su miserable vida y de una caricia humana, por haber perdonado aquel palazo trapero que quién sabe quién y por qué le habían dado.

Le veíamos los ojos y las fauces cada vez más de cerca. Los ojos brillaban y la boca la tenía abierta y sacaba su larga lengua de perro, dando señales curiosamente amistosas. Tenía su dentadura aparentemente completa y era dueño de unos dientes blancos, envidiables por lo sanos que estaban. Se trataba, indudablemente, de un perro joven. Más pena me daba, porque pensaba en lo feliz que habría sido de haber podido corretear por esos campos inconmensurables, sin nombre y sin dueño.

No obstante, la tensión del posible ataque del perro rengo iba en aumento. Quién sabía por qué rengueaba, si algo le dolía y dónde, qué podía llegar a hacer cuando estuviéramos más cerca.

La fanática de los animales, de todos ellos, le comenzó a hablar dulcemente, tal como es su costumbre y su forma natural de ser. Mi temor llegó al acmé porque estaba demasiado cerca y ya no tenía escapatoria si el perro la atacaba. Todos nos quedamos atónitos cuando el perro rengo, en un rápido y preciso movimiento, levantó su tren trasero y comenzó a caminar con sus cuatro patas, porque estaba absoluta y totalmente sano. En ese preciso momento, recordé el Martín Fierro, donde dice: "... no creas en lágrimas de mujer, ni en la renguera del perro..."

¡Sabias palabras, las de Don José Hernández!

En un segundo, el perro rengo había tirado por tierra todas mis paranoides elucubraciones, y me había demostrado que soy más gil que lo que creía. Me había comido su engaño igual que los niños comen un caramelo.

Debo aclarar que me ignoró totalmente, igual que al resto del grupo, salvo a las que jamás habían creído en su renguera o, mejor dicho, jamás les había importado que fuera rengo. Fue a las únicas a las que les hacía fiestas y les movía la cola como si fuera un ventilador. Ellas habían captado la esencia del perro rengo, intuitivamente, con esa captación inmediata de las esencias que tienen algunas personas y que es un don, que no deben obviar jamás. Eso las hace diferentes, en el mejor sentido de la palabra.

No hay comentarios:

Publicar un comentario